SENTIRES

Autor:    Julián Silva Puentes

Julián Silva Puentes


EL NIÑO DE 101 KILOS


 

Cumplir años el mismo día en que te tocó ser jurado de votación no es una coincidencia. No tengo pruebas para sostenerlo, pero podría jurar que la Registraduría de Colombia quiere que, en lugar de comer torta, tome tinto tibio de greca (instantáneo) y beba agua del grifo del baño, porque no nos dieron nada para beber en todo el día.

 

“Una mañana lluviosa de octubre hace 43 años, nació un niño que…”, me digo en mi mente, porque me gusta novelar cada aspecto de mi vida. No digo que no sea ridículo, pero es domingo y estoy despierto desde las 5:30 am para hacer un trabajo que por más democrático y “de servicio” pueda ser, nadie lo haría de manera voluntaria.

 

Soy un hombre sencillo de apetencias sencillas. Tocar música con mi cuñado en casa de mi hermana, comer torta y recibir un par de libros, es la mejor celebración para mí. Pasar el guayabo en la cama al día siguiente viendo películas de terror con Diana es la culminación perfecta de una fecha a la cual suelo darle poca importancia.

 

“No encuentro su cédula señor, revise por favor su mesa de votación”. Después de cuarenta veces de repetirlo se convierte en un tic nervioso. La gente recibe con suspicacia cualquier cosa que digas desde “el cumplimiento de tu misión”. El tema con la mesa llega a ser objeto de “no quieren que vote”, o “no pueden evitar que vote”. En realidad, no me importa que “tal” o “cual” persona tenga registrada su cédula en Islandia. Si alguien no está asignado a mi mesa debo enviarlo con todo el poder de mi pequeña lista al lugar en donde sea le tocó, porque de hacer las cosas diferentes, la Registraduría de Colombia podría ponerme una multa de 11 millones de pesos y destituirme de mi trabajo. Semejante es el incentivo para hacer las cosas “al derecho”, a pesar de que eres ridículamente honesto, tal vez debido a tu falta de ambición respecto de las cosas por las cuales la gente se mata y mata a otros por conseguir.

 

La desconfianza en las instituciones colombianas está justificada en el hecho de que es saludable y aconsejable no confiar en las instituciones colombianas. Ahora, las instituciones colombianas son administradas por colombianos. Lógicamente. También es lógico que al ser criaturas falibles y del todo corruptibles, los controles para que las cosas se hagan de manera honesta y ordenada sean del todo necesarios.

 

Sé que decir de sí mismo “soy una persona honesta y honrada” da a pensar lo contrario. Juro que en mi caso es cierto. Soy tan honrado que cuando trabajé en cierta entidad pública hace algunos años, mi supervisor me cambió de “sustanciador” a “tutelas”, porque no sabía recibir sobornos. “Usted es demasiado honrado”, me dijo con tono de reproche. Me ofendí profundamente no por aquello de ser demasiado honrado, sino porque sustanciar tutelas es terriblemente estresante. No sólo debes responder en cosa de un par de horas, sino que, de no hacerlo, quien firma los oficios puede ir a la cárcel por desacato. “Haré mi mejor esfuerzo”, le respondí a mi supervisor con el servilismo propio de quien depende de un único empleo, caso inusual en el sector público, puesto que hay gente que suscribe hasta cuatro contratos y con eso se hacen lo de un congresista.

 

“Ajá”, respondió mi supervisor sin disimular su desdén y se marchó a su cubil en donde debía planear todos sus negocios turbios. Era un hombrecillo carismático y amable excepto cuando no lo era. Saludaba a cada uno de nosotros cuando llegaba a la oficina e invitaba los tragos del viernes. Le llamábamos por su nombre de pila en lugar del apelativo de “doctor”. “No tengo doctorado como para que me llame doctor”, solía decir. Ahora, cuando se molestaba contigo no te gritaba, pero asignaba una cantidad de trabajo imposible de sacar a menos que pasaras parte de la noche en la oficina y todo el fin de semana en casa averiguando cómo cumplir con la tarea.

 

Hablando de mi supervisor, años después se convirtió en concejal de cierta ciudad. Se decía de él que era menos ladrón que los demás y por eso lo querían tanto. Era ladrón, sí, pero no dejó en quiebra a la ciudad y a eso en Colombia se le llama servicio público.

 

No es propio de un servidor público regalar 13 horas del domingo para contar votos en nombre de la democracia. Como ya dije antes, de no hacerlo te ponen una multa y aparte hacen que te despidan. De todas formas, lo haces lo mejor que puedes porque no tienes de otra. Miras el reloj y sueñas con estar en cama viendo películas y comiendo pizza. El día anterior Diana preparó gin and tonics y terminamos acabándonos un litro de Gordon’s antes de las seis de la tarde. “Toca celebrarlo de alguna forma”, me dijo. Estuve de acuerdo, porque lo único que hacemos es trabajar y al menos una vez al año se debe poder hacer algo divertido.

 

Hacer algo divertido el día de tu cumpleaños cuando lo pasas contando votos con un grupo de extraños, comprende un reto que no tienes energías de enfrentar. En lugar de eso, cada vez que vas al baño a tomar agua del grifo y a hacer chita, permaneces frente al espejo imaginando que tu reflejo se encuentra disfrutando de una michelada en la playa tal y como hiciste el año antepasado. “Ojalá fuera tú”, le digo a mi reflejo de la playa y en ese momento me gritan desde afuera: “Hay una fila enorme. ¡Apúrele!”. El compañero que me apura está haciendo mala cara. No lo culpo. Todos tenemos mala cara. Nadie quiere estar aquí porque es domingo, hace mucho frío, llueve y además estás cumpliendo 43 años.

 

“Hoy es mi cumpleaños”, le confieso al que tengo sentado al lado. “¿Cuántos votos van?”, me pregunta sin reconocer lo que acabo de decirle. “Hoy podría estar en la playa tomando una michelada y nadando en el mar”, respondo. “A mí me dan 247 al concejo”, añade. “¿Estamos contando los votos del concejo?”, le pregunto. Los demás detienen lo que están haciendo y toman mi pila de votos para contarla ellos mismos. Nadie me dice nada, pero es obvio que están molestos. No los culpo. Vamos a tardar más por mi culpa.

 

 

Es casi la primera vez en seis años que celebro mi cumpleaños en Bogotá. Los años anteriores fuimos a la costa salvo por dos en los que hicimos un jam sessión con mi cuñado. Diana se esfuerza en hacer de mi día algo espectacular. Siempre le digo que no quiero hacer nada. Ir al cine y a escuchar una banda en vivo, es todo lo que pido. En lugar de ello me invita a un viaje sorpresa a Taganga. Ese fue mi primer cumpleaños con ella. Nos divertimos tanto que repetimos el viaje a la costa desde entonces.

 

Excepto por el día de hoy.

 

“La noche cuando nací juro que la luna se tiñó de rojo fuego”, le digo a mi reflejo en uno de mis viajes al baño a beber agua. A pesar de encontrarse en algún lugar de la playa bebiendo la quinta cerveza, mi reflejo me recuerda que fue Jimi Hendrix quien lo dijo. “Es cierto”, le respondo y me quedo pensando en que estoy cumpliendo 43 años. ¡Qué horror! Mi abuelo materno vivió hasta los 73 años, lo que quiere decir que me quedan 30 años de vida según la predisposición genética. Dos décadas atrás veía semejante edad como una cosa lejana. Llegar a los 50 años también parecía un imposible nada atractivo. Hoy me faltan 7 años para alcanzarlos. Quiero pensar que no los celebraré contando votos en Bogotá, sino en una playa muy lejos del lugar en donde nos encontramos ahora. En cualquier lugar de Portugal sería agradable. Incluso comiendo pizza en la cama con Diana pasando el guayabo sería mil veces mejor que esto que hago ahora… “¿Cuántos por la alcaldía?”, escucho que alguien me pregunta. En ese momento estoy soñando con un futuro que todavía no llega, pero que no tardará mucho. 7 años es poco tiempo si se piensa en la edad de un gato. ¿Siete años para ellos por cada uno nuestro? Hoy me siento como si fuera un gato con 43 años humanos multiplicados por 7 cada año. Los gins pesan cuando no se duerme lo suficiente. “198 por la Alcaldía”, digo sin pensarlo. “Coincide”, responde el compañero ocupado en comparar los resultados. De alguna forma dije la cifra correcta aun cuando no estaba contando. “Mañana juego el baloto”, me digo para mis adentros, aunque lo digo en voz alta. El compañero de al lado me mira sin prestarme atención. No espero a que me pregunte por qué debería jugar el baloto, y aún así se lo digo: “Adiviné el número”. “¿Cuál número?”, me pregunta. Guardo silencio porque de lo contrario me harán contar otra vez. “Hoy estoy cumpliendo años”, le digo para salir del paso. “Ajá”, me responde.

 

 

El Niño de 101 kilos es un compañero a quien le dio ese peso en una báscula de pesar basura. En mi línea de trabajo debemos verificar la documentación de todo tipo de comercios. Hace quince días estuvimos en las casas de putas del extremo sur de Bogotá. “Documentación por favor”, dije acompañado de la Policía y agentes de Migración Colombia. El lugar estaba ambientado con bombillas de color rojo tenue y verde hospital. “Luces, por favor”, pedí con mi voz más autoritaria. En cuanto las encienden, un grupo de cinco viejos quedan como congelados en la silla con los ojos como platos. “Viejos puteros”, digo para mis adentros. El lugar huele a talcos de bebé y orines. Un tipo de la Secretaría de Salud sale a vomitar. “Guevón”, gesticula uno de los policías. No está bien que lo diga en voz alta, pero tiene toda la razón. La gente de la Secretaría de Salud debe ver cosas aún más horrendas que el olor de talcos y orines. No pretendo decir que los olores puedan verse, pero el ambiente es tan denso que da esa impresión. Además, está esa especie de “niebla” con olor a caramelo que ponían en las discotecas en los 90’s.

 

“Por favor no tomen fotos”, dice la administradora del local. Las fotos debemos tomarlas para que haya evidencia del operativo. Lógicamente, en la toma no aparecen los clientes por aquello del “derecho a la intimidad”. El registro visual va a la página de la entidad y ellos lo saben. Dudo mucho que tengan ganas de (…) con quince funcionarios del distrito revisando la caducidad del aguardiente, el estado de los baños e incluso de las canecas. “¿No tienen un contenedor a parte para el material biológico?”, pregunta el funcionario de la Secretaría de Salud que no salió a vomitar. En esta ocasión soy yo quien siente arcadas, porque la caneca de la que hablan tiene todo tipo de horrores dentro. “Usamos la misma caneca para todo”, responde la administradora. El funcionario de la Secretaría de Salud toma una especie de varilla de pasta y revuelve la basura. El policía que dijo “guevón” hace un rato se pone pálido y sale apresurado. Siento el impulso de seguirlo, pero no puedo hacerlo. Soy yo quien lidera el operativo y no estaría bien que me vieran descompuesto.

 

Claramente esto que cuento no pasó el día de la votación. Estoy recurriendo a algo que la gente que sabe de cine llama “flashbacks”, para improvisar el hilo conductor y darle más coherencia a la historia. Juro por mi propio cumpleaños que no trato de darle coherencia a nada. Simplemente estoy contando algo que me pasó hace unas horas. Dio la casualidad que fue mi cumpleaños.

Hace un par de semanas tuve el operativo de las casas de “lenocinio” y una semana antes de eso mi compañero de trabajo se pesó en la báscula de basura. Estoy juntando todas las historias porque escribo esto de un tirón. Es raro que las palabras salgan como un torrente. En ese sentido, las anécdotas que se cuentan en tiempo real son como aquella caneca diabólica en donde se mezclaban condones, colillas de cigarrillos, botellas rotas y paños blancos. Muchísimos paños blancos manchados con todos los colores del arcoíris.

 

El Niño de los 101 kilos no estuvo conmigo en las casas de lenocinio hace unas semanas. Tampoco se encuentra acompañándome en mi tarea de contar votos. La última vez que lo vi fue en un recorrido por una de las tantas zonas de invasión del sur de Bogotá. Centrales recicladoras, tiendas de barrio, bodegas de pollos podridos, basureros y muchísimas casas en lata y algunas en ladrillo. Curiosamente, y a pesar de la pobreza rampante que no sólo se ve, sino que se huele, algunas casas tienen hasta cuatro y cinco pisos. No es raro ver pasar camionetas de gama alta y motociclistas con cascos de visera negra. Los compañeros que llevan más tiempo en la entidad aseguran que se trata de sicarios. Otros dicen que el Tren de Aragua habita en toda esa región. “Este es uno de los barrios de invasión más grandes del mundo”, dijo alguien cuyo nombre olvidé. Algo por el estilo escuché de una Fabela en Brasil. Definitivamente somos hermanos de la miseria. Me refiero al sur de las Américas.

 

El Niño de los 101 kilos conoce de miseria, porque tiene asignado “uno de los barrios de invasión más grandes del mundo”. Cada vez que tengo operativo con él me pide que vayamos a las bodegas de reciclaje a pedir papeles. “Cuánta pobreza”, recuerdo que dije mi primera vez allí. “Esta gente tiene más plata que usted y yo juntos”, respondió, cosa que no es un gran reto porque gano lo justo para vivir muy bien. En todo caso no quisiera vivir como esta gente. Ninguna de las calles está pavimentada. Barro, basura y un río que huele a caca es todo cuando sostiene los pies de quienes caminan aquí a diario.

 

 

Lenocinio significa “alcahuetería” o “tercería”. Me tomó un buen tiempo pronunciarla correctamente. Leoncillo, decía al principio y mis compañeros se reían. Mi abuela le llamaba “alcahuetería” cuando rompía algo y mi mamá no me regañaba. Después supe que “alcahuete” es como se le llama en algunos países al que cuida a las prostitutas. “¿Este operativo de qué es?”, pregunté la primera vez que me lo asignaron. “Casas de citas”, me dijo alguien. Comprendí a qué se referían y me pregunté por qué lo llamarían así. Entonces comprendí. El cronograma de actividades jamás podría decir: “Martes 31 de octubre: operativo casas de PUTAS. 8:00 pm a 2:00 am”. Sería de muy mal gusto para las demás entidades que nos acompañan.

 

Al Niño de 101 kilos le tomaba más trabajo que a mí pronunciar “lenocinio”. Decía “letzxoncinio” y yo me burlaba de él a pesar de que tampoco podía pronunciarlo. Cuando era niño no podía pronunciar la letra “r” y mis compañeros de colegio me pedían que dijera “rápido ruedan los carros, recogiendo azúcar por el ferrocarril” para burlarse de mí. Lógicamente no les hacía caso, sin embargo, es difícil dejar de pronunciar palabras con esa letra, de manera que oportunidad no les faltaba para reírse en mi cara.

 

“LENOCINIO”. Hoy puedo decirlo sin esfuerzo. El Niño de 101 kilos la dice correctamente después de mucho tiempo de insistir. “Bácscula”, lo vi practicando en voz baja antes de subirse a la báscula que pesa la basura en uno de los cientos de bodegas de reciclaje que abundan por aquí.

 

“¿Cuánto pesa usted?”, me preguntó el Niño de 101 kilos. “Peso 62 kilogramos”, le respondí. “Yo peso 83 kilos y me sale 101 kilos”, adujo.

 

La báscula o “bácscula” debía estar truncada habida cuenta del peso que me marcó: 81 kilogramos. Al Niño de 101 kilogramos le marcó justamente eso y empezamos a reírnos de él. Por alguna razón, mi peso no causó ninguna gracia. Es evidente que no peso todo eso. El Niño de 101 kilos tampoco debe pesar tanto. No es del tipo “obeso”. Debe medir un metro con noventa de estatura. Seguramente la cabeza le pesa otro poco. No por ello es cabezón. Más bien tiene los huesos gruesos.

 

Es facultativo de mi entidad hacerles seguimiento a las básculas, ya sea de mercados de legumbres y carnicerías. En este caso se lo hicimos a una bodega de reciclaje. El olor es muy fuerte. Difiere de los talcos y orines de las casas de “leoncillos”, pero no por ello es menos repugnante. Debemos entrar con tapabocas y pedir la documentación del lugar:

 

“Bfsdfgsd fgrgjyg, rytgdfhfg”, digo en cuanto entro acompañado de la policía. “¿Qué dice?”, pregunta el encargado de la recicladora. “¡Bfsdfgsd mkjlhhlh, rytgdfhfg!”, reitero. “Disculpe, pero no le entiendo nada”, responde el encargado. “Buenos días, papeles por favor”, digo esta vez sin la mascarilla. “Síganme”, nos invita el encargado.

 

El Niño de 101 kilos está tan acostumbrado a estos olores que no necesita tapabocas. Le causa gracia verme pálido. Sabe que estoy aguantando las náuseas. Afortunadamente, siempre cargo una botella “personal” de alcohol conmigo y me la pongo en la nariz para combatir el hedor. Si alguien me viera de lejos, pensaría que estoy oliendo bóxer. Es una práctica bastante común en los barrios vulnerables de Bogotá. “Parece que estuviera oliendo bóscer”, me dice el Niño de 101 kilos a manera de broma. Casi me burlo de su “boscer”, pero estoy ocupado combatiendo las ganas de vomitar. No digo que esté bien burlarse de la gente, pero el Niño de 101 kilos hace lo mismo conmigo llamándome “enano” y “renacuajo” en virtud de mi estatura y peso. Al lado de él parezco un niño. Si viviéramos en el medioevo su estatura le daría ventaja sobre el resto de nosotros y no me atrevería a reírme en su cara. A menos que fuera el bufón de la corte.

 

Ser el bufón de la corte tenía ciertas ventajas: burlarse del rey era una de ellas. Un payazo, en cambio, produce tanta risa sobre sí mismo como sobre lo que hace. Cuando era niño me gustaban los payazos hasta que vi la película “It”, basada en la novela homónima de Stephen King. Primera escena: una niña juega en el jardín de su casa. Entre la ropa de cama colgada al sol, el payazo se asoma y la saluda. La niña lo saluda de vuelta sonriente. El payazo se acerca más. Se acerca más. La expresión de la niña cambia. La del payazo también.

 

La película “It” de la que hablo es la versión de los 90’s. En aquellos días debía tener ocho años. Las películas de terror me asustaban muchísimo, pero aún así no paraba de verlas. El miedo era algo que podía contenerse pasándose a la cama de tu mamá. El día de hoy tengo 43 años y las cosas que me dan miedo no puedo solucionarlas pasándome a la cama de mi mamá. A esta edad da mucho miedo contar mal los votos y ganarse una multa de 11 millones de pesos. No creo que a la Registraduría de Colombia le importe que estoy cumpliendo años a la hora de hacer que me destituyan del trabajo.

 

“¡Apúrele que ya nos queremos ir!”, me dice uno de mis compañeros de mesa desde afuera del baño. Justo en ese momento estaba preguntándole a mi reflejo en el espejo si ya se había pasado a los tragos blancos. “Nos veremos el año entrante”, le digo antes de que me responda, y salgo a terminar con este día que ha tenido poco de “feliz” y mucho de cumpleaños.

 

Cuarenta y tres años en este mundo. No es mucho si se piensa en todas las personas que han puesto pie en la tierra desde que todo empezó. No es ni siquiera mucho comparado con la Registraduría de Colombia. ¿Cuántos años tendrá? Dudo mucho que el Registrador General de la Nación le haga una fiesta como la que tuvimos ayer con Diana. Si fuera un poco más curioso averiguaría la fecha de fundación de la Registraduría de Colombia. ¿Para qué? Para nada. Para nada en absoluto. De tan sólo mencionar ese dato me da sueño. También me da sueño porque es casi la media noche y quiero terminar este escrito antes de irme a la cama. Llegamos hace tres horas y comimos una hamburguesa. “¡Feliz cumpleaños!”, me dijo Diana entregándome un libro que buscaba hace mucho. Servimos un par de micheladas y hablamos de la gente problemática que votó en su mesa. “Un señor de unos setenta años estornudó en las boletas de votación antes de insertarlas”, me cuenta. Por mi parte, un hombre joven nos llamó a todos en la mesa “corruptos”, porque dos boletas de votación se nos cayeron al piso. No tuve energías para contestarle algo. Lo que fuera. En el fondo no me importó. Sólo quería terminar de contar los votos e irme a casa con Diana. Finalmente sucedió. Feliz cumpleaños para mí.

 

 

Lo más difícil de un escrito es el principio y el final. En el medio puedes desvariar todo lo que quieras, siempre y cuando lo que cuentas sea entretenido. Hablar de los bares de “leoncitos” y de mi compañero de los 101 kilos es una manera de entretener al lector. Entretenerlo como un payazo, no como un bufón. Para ser bufón debe haber un rey. Para ser un payazo no se debe tener ni siquiera público, porque ponerse en vergüenza es una cualidad que se alimenta a sí misma, como el Uróboro mordiéndose la cola eternamente. También sirve que nadie te vea la cara. Escribir es una tarea solitaria y por eso aprendes a tomarte ciertas libertades. Dices cosas que jamás te atreverías a mencionar en público.

 

El Niño de los 101 kilos se atrevió a confesarnos que todavía vive con su madre. Habló de su novia y de lo mucho que le gustaría mudarse con ella. “Por qué no lo hace”, le preguntamos casi a coro. “Me gusta la comida que prepara mi mamá”, respondió. Algo así no debe decirse en público y mucho menos delante de gente que se burla en tu cara. “¿Todavía le cuenta cuentos antes de irse a dormir?”, me apresuré a preguntarle. “Mami, cuéntame un cuento”, añadió otro compañero. “Érase una vez un niño…”, dije yo, y entonces, un ingeniero muy serio que casi nunca habla, me interrumpió: “Érase una vez un niño de 101 kilos”.

 

Lo más difícil de un escrito es el principio y el final, cierto, pero en ciertas ocasiones el final no llega por más que lo buscas. Entonces divagas hasta que aparece como un chispazo de inspiración y la palabra perfecta se presenta a sí misma. No es este el caso: media noche y un minuto. Ningún final. Mi cumpleaños acabó oficialmente. 43 años para ser exactos. Diana duerme a mi lado y la televisión brilla en la noche. Estoy viendo por veinteava vez “Nacho Libre”. El Niño de 101 kilos se parece un poco a Jack Black salvo por la estatura. ¿Qué se sentirá medir un metro con noventa? Debe ser muy incómodo para viajar en avión: “Señor, me está aplastando, ¿podría enderezar su silla?”. Ir al baño de un avión debe ser un problema también; no creo que se pueda orinar de otra manera diferente que sentado. Los baños de los aviones viven mojados porque en plena turbulencia no se puede apuntar bien. Mañana le preguntaré al Niño de 101 kilos cómo hace para orinar en los aviones: ¿limpia la taza con papel higiénico antes de sentarse? ¿Prefiere orinar en el lavamanos para evitar cualquier contacto con la taza? Todas esas preguntas me parecen conducentes y por eso las anoto en mi libreta de apuntes junto con todo lo que pasó el día de hoy. El día de ayer mejor dicho, porque mi cumpleaños terminó. No fue tan malo si se le mira de cerca. No fue el mejor tampoco, pero al menos saqué una historia de todo ello. La historia del Niño de 101 kilos que se pesó en una bácscula de basura y que todavía vive con su madre. “Érase una vez un niño de 101 kilos que…”.

 
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