SENTIRES

Autor:    Julián Silva Puentes

Julián Silva Puentes


LA NOCHE


 

Recomendación: Leer escuchando la canción “Round Midnight” de Miles Davis.

 

 

LA NOCHE

 

 

Esta noche hace frío y debo salir a trabajar. Hace mucho frío, y, sin embargo, no dejo de pensar en el calor de hace unos días (los cerros de Bogotá se incendiaron). También pienso en la muerte, porque al abrigo de la noche es cuando las cosas más terribles pasan.

 

De no trabajar esta noche me encontraría en casa con las cobijas hasta el cuello mirando películas. No hay mejor lugar que una cama caliente cuando afuera de tu ventana el mundo se incendia.

 

―La mejor parte del día es cuando nos vamos a la cama ―le digo a Diana cada noche sin falta.

 

―La noche es el único momento del día en que no le debemos nada al mundo ―me responde.

 

La noche es el respiro que nos da la vida para olvidarnos de los peligros que nos esperan allá afuera.

 

El mundo allá afuera puede ser bastante brutal. No todas las noches logro ocultarme comiendo pizza y mirando películas en la cama. Algunas noches debo escuchar los insultos y amenazas más terribles que alguien se pueda imaginar. Llevo tres años hablando de lo mismo, así que no diré más al respecto. Diré una sola cosa más al respecto: en las noches, cuando la gente se emborracha escuchando su horrorosa música antillana, por lo general, al menos en el sector en donde trabajo, es capaz de prenderle candela al mundo con todos nosotros adentro.

 

Mientras unos hacen en sus casas con su mujer la única cosa verdaderamente trascendente en el mundo, otros buscan alquilar o vender esa misma cosa y se vuelven locos porque no era lo que esperaban una vez lo consiguen.

 

Esa es la noche de las almas perversas.

 

 

“Strangers in the nigth” (extraños en la noche) es una canción de Frank Sinatra que dice: “Extraños en la noche. Dos personas solitarias. Somos extraños en la choche hasta el momento en que decimos el primer hola”. Si menciono a Sinatra con su “Strangers”, es debido a que recién leí el artículo de Gay Talase “Frank Sinatra has a cold” (Frank Sinatra tiene un resfriado), publicado por Squire Magazine en abril de 1969. La historia detrás del escrito dice que Sinatra se negaba a conversar con cualquier medio de comunicación por una dolorosa experiencia previa con la televisión. Talase intentó hablar con él en varias ocasiones sin conseguir nada en limpio. “Frank Sinatra no hablará con ningún reportero”, le dijo Talase a su editor. “Obsérvalo a la distancia y escribe todo lo que puedas de él”, le respondió el editor. Unos dicen que fue al contrario, pero igual Talase lo hizo:

 

“Frank Sinatra, sosteniendo un vaso de Bourbon en una mano y un cigarrillo en la otra, sentado en una esquina oscura en el bar en medio de dos atractivas pero borrosas rubias, quienes se sientan esperando por él a que diga algo. Pero él dice nada; ha permanecido silencioso durante gran parte de la tarde, excepto que ahora, en su club privado de Beverly Hills, parece incluso más distante”.

 

En aquellos días, Frank Sinatra tenía cincuenta años de edad y era una estrella en todo el sentido de la palabra (cecidit de caelo stella magna). Ese era Frank Sinatra en aquel entonces: celebrado, olvidado y una vez más, casi a la primera mitad de su propio siglo, la estrella que había hecho todo, desde cantar hasta actuar, además de tener su propia aerolínea comercial.

 

Squire Magazine en los años 60’s. Una vez estabas dentro podías escribir un perfil del hombre más famoso del mundo sin cruzar una palabra con él. Antes del internet, la digitalización de los medios impresos y de los cientos de distractores que hacen de la literatura una profesión en declive. 

 

Ser escritor en estos días es como estudiar para convertirse en telegrafista. “Es lo que es”, diría Allan Watts con esa voz de whisky y cigarrillo que suena tan bien en las cientos de horas que grabó para fortuna de la humanidad. Escuchar semejante voz en la noche antes de salir a trabajar es parecido a cuando tenía 20 años y tomaba un aguardiente doble antes de exponer para la clase de constitucional colombiano en la universidad. Te da valor, es lo que quiero decir, ya que tanta falta te hace cuando necesitas encontrar una birla de luz en la oscuridad de la noche.

 

Sic luceast lux” (deja que la luz brille), pareciera ser lo que todos anhelamos cuando aquello que nos impulsa se pierde. O te lo quitan. O lo que es peor: tú mismo olvidaste que lo tenías en primer lugar.

 

“Abogado, tenemos a dos muertos. Nos vamos a demorar dos horas en llegar”.

 

Esa era la policía. Mi operativo debía empezar a las 9 pm y ahora tendré que esperar quién sabe hasta qué hora.

 

Es difícil mantenerme optimista cuando sé que pasaré la noche de largo. A este paso llegaré a casa con las primeras birlas de la mañana. En todo caso, intento mostrarme animado cuando le digo a Diana que mi operativo se va a retrasar por culpa de la policía, lo cual es difícil para mí debido a que no soy bueno dándole ánimos a nadie. Con Diana es diferente. Las pocas veces que la encuentro con el ánimo abajo, me armo de todo lo que tengo para mostrarle que la vida es mejor de lo que alguna vez esperamos. La vida, nuestra vida, esta experiencia increíble que compartimos, es lo único que tenemos para mostrarle al mundo que se puede ser un soñador sin mayores pretensiones y aún así, lograr aquello por lo que tantos otros se harían matar (y matan). Que tu única ambición sea aprender cosas por las cuales nadie pagaría un centavo, por el sólo hecho de poner una piedra más en la catedral que comprende tu mundo interior, es lo que le da sentido a tu mundo.

 

―¡El mundo afuera de nuestra ventana está hecho pedazos, pero nuestro día a día es hermoso! ―le digo a Diana en aquellas raras ocasiones cuando la oscuridad de la noche se hace de todo lo que alguna vez dio por sagrado.

 

―Quisiera que viviéramos aquí encerrados para siempre ―me responde Diana.

 

“Quisiera que viviéramos aquí encerrados para siempre”. No es algo que diga de forma literal. Obviamente, nos gusta salir y divertirnos. Ir al cine y luego a comer es la mayor diversión que tenemos. También viajar, a pesar de que no lo hemos hecho mucho en los últimos siete años. Preferimos permanecer encerrados en nuestra casa, es lo que ella quiere decir. A mí me pasa lo mismo. Llego hasta el punto en rayar en la agorafobia, especialmente cuando debo encarar aquella noche del mundo que tanto me aterra.

 

En cierta ocasión, durante mi vida en Melbourne, debí cubrir el horario nocturno por más de dos meses. Lo que saqué en limpio de todo ello es que trabajar en la noche no es tan malo como lo es pasar el siguiente día enfermo de sueño. No ayuda en mucho cuando compartes la casa con dos chinos y un francés. No digo que los chinos o los franceses sean particularmente ruidosos, porque si algo bueno se puede decir de los chinos es que son tan silenciosos como sombras y evitan cualquier interacción contigo. Contigo que no eres chino.

 

En ese entonces sentía que levitaba mientras estaba despierto y que trabajaba cuando estaba dormido. Un perpetuo estado de cansancio y de éxtasis me permitía estar en el “ahora” de una manera dolorosa pero tan clara, que, de no ser por aquel inaguantable sopor, hubiera aprovechado para aprender algo acerca de mí mismo.

 

No era el caso. Al terminar mi turno a las 6 am y esperar el tram para ir a casa, sentía una gran alegría y la seguridad de poder conseguir todo lo que alguna vez me propuse. El sol brillaba más y la gente que esperaba conmigo lucía radiante y llena de vida. Se les veía amigables y henchidos de buenas intenciones. “¡Amo a todo el mundo!”, decía en la soledad de mis pensamientos en cuanto me subía al tram. Entonces tomaba asiento y pensaba en todas las cosas divertidas que haría al llegar a casa: desayunar, mirar una película, arreglar un escrito. Cinco minutos después estaba cabeceando y sufriendo un terrible dolor de cabeza.

 

En cuanto llegaba a casa estaba tan cansado que apenas si podía comer un pan con mantequilla de maní y té. Luego me iba a la cama tan cansado, que apenas si podía perderme en la deliciosa inconsciencia de la noche. Pero no era de noche, y definitivamente para el francés no había rastros de la noche. ¡Cómo odiaba a ese tipo! Lo detestaba porque, a diferencia de los chinos, hacía ruido en todo lo que se proponía. También gritaba por teléfono. Le subía a la música. Ponía una película en la sala: “¡ja, ja, ja!”, se reía de repente. ¡11:00 am! Estaba como un bombillo ¿Tan sólo transcurrieron dos horas? Llevaba dos horas dormido hasta que el francés le hizo saber al mundo que debía hacer ruido en cada miserable aspecto de su cochina mañana. No sólo tenía rabia contra él, sino mucha tristeza. Es lo que el exceso de la noche le hace a una persona durante el día. La vuelve irritable, triste y la convida con un dolor de cabeza tipo “me voy a que me pongan una inyección”, sólo que, en Australia, para que te pongan una inyección debes tener, sí o sí, la orden médica que así lo diga.

 

Entonces, teniendo en cuenta que una inyección para el dolor de cabeza no era una opción, así como tampoco lo era ir al hospital (me dolía la cabeza, pero no tanto como ir a urgencias), debí hacer lo que cualquier otro en mi posición: llamar a decir que estaba enfermo.

 

Los australianos tienen un dicho para casi cualquier cosa que hacen: “no worries”, lo que quiere decir “no hay por qué preocuparse”. “No worries”, me dijo mi jefe.

 

Me sentí tan feliz que no pude dormir de la emoción. ¡Dios! ¡Cómo estaba de cansado! Tenía los ojos rojo sangre y la cabeza me palpitaba. ¿Y el francés? Se había marchado. Estaba solo en casa. Totalmente solo y con la imposibilidad de dormir. ¿Qué podía hacer para distraer a todas las dolencias que me aquejaban? ¡Ir al cine! Así que eso hice. El cine estaba en el Melbourne Central, a una cuadra de mi casa. Interestelar. La vi de principio a fin con segundos de microsueño entre escena y escena. Recuerdo abrir los ojos sin saber en dónde estaba. “¡El cine!”, me decía asustado. Me asustaba porque no sabía en dónde me encontraba. Unos segundos atrás me pensaba perdido. Entonces me ponía feliz porque tenía todo el día por delante y en la noche podría dormir como una persona normal. Cosa que hice. Muy a las 8 pm cerré los ojos y dormí como no lo había hecho en una semana. Once horas seguidas de sueño reparador. “¡Todo es posible!”, pensé. Incluso el estruendo que hacen los chinos al sorber fideos me parecía interesante. Tanto así, que les pregunté a mis compañeros de casa qué estaban comiendo para salir al China Bar, mi restaurante favorito, y pedir lo mismo. “…”. Ni una palabra de respuesta. Podía gritarles que la casa se estaba incendiado y me miraban con la boca abierta sin pronunciar palabra. “¡Su silencio tiene 3000 años!”, me decía con la capacidad de reflexión que da una buena noche de reposo, y salía a China Bar para llenarme de energías y empezar un nuevo turno en la noche. En la noche que se hizo para descansar.

 

 

Anoche hubo un atraco en un restaurante cerca a mi casa. Es el séptimo en menos de un mes. Salir a comer a tu restaurante favorito el viernes en la noche no evita que te roben. Así es Bogotá ahora. Llevar a tu mujer de aniversario al Patio a tomar una botella de vino y comer steak pimienta, es un acto de valentía en estos días. Así como lo es trabajar en la noche en un sector de la ciudad en donde acaban de asesinar a dos personas y tú debes dirigirte a ese mismo sector a cerrar bares y discotecas en donde la gente está tan ebria, que no le pesa decirte en la cara lo que piensa de ti y de tu madre. De tu familia entera. Incluso de tu mujer y de tu abuela quien se fue de este mundo hace más de diez años.

 

De poder mirarme a mí mismo, digamos, reflejado en un espejo que por los motivos de la vida estuviera ubicado frente a mí en el momento de entrar a un bar, perdería el poco valor que me queda después de haber escuchado y visto las cosas terribles que suceden al abrigo de la noche.

¿Alguna vez han soñado que es sábado y no deben ir a trabajar? Eso mismo me acaba de pasar justo hace un momento. Decidí cerrar los ojos para armarme de un poco de ese valor que ya no me queda, y ahora que me desperté pensé que era sábado. No estoy del todo equivocado. Es sábado. Sí, dormimos hasta tarde en la mañana (anoche viernes debí trabajar también), pero no estoy en casa tomando gins and tonics con Diana porque debo trabajar hasta las cinco de la mañana y mi turno aún no empieza.

 

Me levanto para mojar con agua mi cara a ver si se me quita el sueño. Tengo los ojos rojos y la tez pálida. La chaqueta de la entidad me queda dos tallas más grande. “¡Papeles!”, debo decir al ingresar a los establecimientos con los hombros echados para atrás y el paso firme “que tienen los guapos al caminar”.  Me siento tan solo, insignificante y ridículo, que empiezo a reírme de mi mismo frente al espejo. El celador toca la puerta del baño y pregunta si estoy bien. “Estoy en el baño”, respondo, como si no fuera obvio. No lo es. En el baño se supone que debes poder hacer lo que debas hacer sin que alguien pregunte qué estás haciendo. El celador no responde y se regresa a su puesto. Los dos estamos avergonzados. Él debería quedarse en su puesto mirando películas en su celular, y yo mirándome en el espejo del baño sintiéndome de la manera en que quiero sentirme.

 

―Estaba hablando por teléfono ―le digo al celador apenas salgo.

 

No debo darle explicaciones y él no las necesita. Pero igual lo hago. No quiero que piense que estoy loco. Dudo que le importe. El pobre hombre deberá estar allí sentado aguantando frío hasta las 6 am del día siguiente.

 

―¿Aquí asustan? ―le pregunto para decir algo, para romper el hielo.

 

―¿Qué?

 

―Que si aquí asustan.

 

―A veces ―responde.

 

Se nota que se siente cansado y quiere seguir durmiendo. Ahora yo estoy más despierto porque me encantan las historias de miedo. Quisiera tener un termo con café para ofrecerle y que me contara todo acerca de los espantos que aquí habitan.

 

―¿Quiere un chicle? ―le digo para retomar nuestra conversación.

 

―Gracias ―responde.

 

No dice nada más y me quedo en compañía de la oscuridad.

 

Siempre asustan en las casas gubernamentales. La casa de mi abuela no es una casa gubernamental, pero las empleadas del servicio aseguraban que las asustaban. Mis primos y yo nos sentábamos a escucharlas en la noche durante las vacaciones. Hablaban de la silla mecedora de la sala del televisor y el ruido que una persona hace al pasar las hojas de un periódico.

 

―¡El abuelo! ―decíamos a coro.

 

―No sabemos quién es ―respondían―, pero cuando vamos a mirar, no hay ni periódico ni silla meciéndose.

 

Un centenar de historias de ese estilo crecimos escuchando al abrigo de la noche. Aún hoy, después de tantos años, recuerdo con emoción las historias de fantasmas de la casa de los abuelos y me maravillo ante mi cobardía respecto de la noche. Si no fuera por Diana, dormiría con la luz encendida. No sería capaz de ver películas de miedo tampoco. “No hay que tenerle miedo salvo al miedo mismo”, le digo al celador a pesar de que no parece asustado. Tampoco me cuenta ninguna historia de miedo porque se ha quedado dormido. Tiene los ojos cerrados y la boca abierta. Es grotesca la manera en la que los adultos nos vemos cuando dormimos. Los niños, en cambio, lucen como los ángeles que son. Debe ser el orgullo y vanidad aquello que nos deforma la cara hasta convertirnos en una caricatura de nosotros mismos. Como cuando entro a un bar y grito “¡papeles!”, con un falsete ridículo. “¡I’m Batman!”, quisiera poder decir a la manera de Christian Bale, porque mi tono es más bien un la mayor y ciertamente lo que quisiera es un mi mayor, o por lo menos un fa sostenido. “Es lo que es”, diría Allan Watts. ¡Qué gran voz la de ese hombre! Puedo escucharlo por horas gracias a YouTube. “El arte de dejar ir”, se titula una de sus charlas refiriéndose a los papeles que con tanta seriedad adoptamos para que el mundo sepa lo fuertes e inteligentes que somos.

 

“El arte de dejar ir” o “wu wei”, significa nadar con el flujo natural de la vida sin oponer resistencia. No estoy seguro de comprenderlo del todo. Me gusta la voz de Allan Watts, y por alguna razón que desconozco me tranquiliza a pesar de ser, para una mente como la mía revuelta con tantas cosas al mismo tiempo, y sin embargo vacía a la hora de adquirir un verdadero conocimiento, un absoluto misterio.

 

“Desde aquella noche hemos estado juntos. Amantes a primera vista, enamorados para siempre. Ha salido tan bien. Para ser unos extraños en la noche” (strangers in the night).

 

Puedo imaginar a Frank Sinatra cantando su “Strangers in the nigth” con un vaso de bourbon en la mano un sábado por la mañana. En el artículo de Talase, Frank bebe un vaso de bourbon en la tarde/noche de un día impreciso. Sin embargo, me gusta esa imagen. El desparpajo de quien no tiene nada más para demostrar porque lo ha hecho todo. Beber en el día es justamente eso, además de ser muy divertido cuando no debes trabajar en la noche. En lo personal no me gusta el bourbon ni el whisky, pero cualquier cosa es mejor que dejar de beber en el día porque debes enfrentarte a la noche con todos sus demonios dentro atiborrados de aguardiente y de malas intenciones desde el momento en que gritas “¡papeles!”, hasta que agradeces por la atención prestada. “¡Gafufo hijueputa!”, me grita alguien en cuanto me dispongo a salir (casi en cada ocasión sucede). La policía hace como que no escucha, porque aprehender a un borracho por tan poca cosa es engorroso. “Mucho papeleo”, me dice alguien, usualmente un gestor de convivencia cuando nota que a la policía le importa un pepino que insulten a un funcionario del distrito. “Claro que sí”, respondo haciendo como que me tiene sin cuidado que me insulten. No es así. Cada improperio minimiza mi confianza hasta el punto en que, después de tres años, debo aparentar más de lo que lo siento, y aún así, antes de empezar cada operativo, me lleno de emoción ante la idea de cerrar uno de esos bares en donde me llaman gafufo hijueputa.  “Conque muy hijueputa”, me digo en mi interior lleno de vergüenza y miedo, especialmente miedo, porque los borrachos pueden ser agresivos y malvados, y no hay peor combinación cuando llevas al diablo dentro.

 

Cuando era niño soñé que me encontraba en una isla escondido detrás de algunos arbustos, y todo lo que podía ver eran las patas de muchos diablos en forma de cuartos traseros de cabra. Es uno de los primeros recuerdos que tengo en lo a sueños se refiere, y desde entonces guardo la imagen del diablo como una caricatura barroca de un hombre con cuernos y patas de cabra tocando el violín a la manera de Tartini.

 

En el sector en donde trabajo nadie toca el violín ni lleva cuartos traseros de cabra. La gente se viste como tú y como yo y combina aguardiente con whisky. Te llaman “gafufo hijueputa”, porque lo más seguro es que la policía les cierre los negocios gracias a que encontraste la documentación incompleta. “¡Saquen a toda esta gente de aquí!”, grita la policía en cuanto les comunico mi hallazgo. Yo me escondo detrás de la patrulla porque las miradas de odio en verdad me afectan a pesar de que aparento lo contrario. Me acabo de meter con el sustento de alguien y eso es imperdonable. “Alguien debe hacerlo”, dice en cada ocasión la policía. “Exacto”, respondo acomodándome las gafas.

 

Acomodarme las gafas es algo que hago cuando me siento incómodo. Algunos fuman, otros tamborilean sus dedos contra una mesa. Yo me acomodo las gafas y miro la hora en mi muñeca a pesar de que no uso reloj de pulsera. También llevo un café en la mano para mantener mis manos ocupadas. No resulta práctico cuando debo acomodarme las gafas y tengo la tabla de las actas en la otra mano. Solía regarme el café en la cara y/o en la tabla de las actas todo el tiempo. Ahora dejo el vaso con café en el suelo para acomodar mis gafas y mirar la hora en el reloj de pulsera imaginario. Semejante estado de evolución habla muy bien de mi capacidad de adaptabilidad. Adaptabilidad respecto de todo aquello que no está bien y que, sin embargo, hago porque soy un cobarde y haría cualquier cosa para no quedarme sin trabajo, incluso ir en contra de mis creencias (truncar el sustento de las personas es una de las cosas más aborrecibles que una persona puede hacerle a otra).

 

¿En qué creo yo? ¿En qué crees tú? Sea lo que sea, debe sentirse muy raro actuar acorde a lo que verdaderamente se cree y se siente. En este momento creo y siento que necesito un Red Bull. Van a ser las 11 pm y no he empezado siquiera mi turno. El celador tampoco ha empezado a trabajar porque con el sopor del sueño es difícil llegar a cualquier parte. A lo mejor no está durmiendo, sino meditando, y sepa muchas cosas que yo ignoro. “Que toda la vida es un sueño”, dijo Calderón de la Barca refiriéndose al deber nuestro de ver más allá de las cosas aparentes. Quizás el celador haya leído a Calderón y pueda decirme si en efecto la vida es una ilusión y más nos valdría conocer al mundo de adentro para afuera, antes de tratar de comprender lo que nuestros ojos miran, más no comprenden.

 

―¡Incendio! ―gritó el celador en su puesto muy de repente.

 

―¿Cuál incendio? ―le pregunto de vuelta.

 

―¡Usted acaba de gritar incendio! ―me dice.

 

―Yo no grité ningún incendio ―respondí.

 

―Ah.

 

Permanezco de pie esperando a que diga algo más, pero se queda mirando al monitor de las cámaras y dice para sí “a veces me huele a quemado y escucho a alguien que grita fuego”.

 

―Más de veinte presos murieron quemados en este lugar ―añade el celador.

 

―¿Cuáles presos? ―pregunto.

 

―Hace cien años funcionaba aquí una cárcel, respondió.

 

Es difícil saber si tiene los ojos abiertos o cerrados. No digo que sea asiático, pero tiene los ojos rasgados como los de uno. Cuenta con un fenotipo muy filipino, así como la gran mayoría de los latinos.

 

―¿Qué mira? ―me pregunta de repente.

 

―Nada ―le respondo.

 

Me le quedé mirando porque no sé si está despierto o dormido. Es difícil notar la diferencia debido a las pausas que se toma al hablar.

 

―Creí que usted había visto a un fantasma ―le digo a pesar de que debería dejar de hablarle.

 

Silencio.

 

―Mi amigo… señor… (intento recordar su nombre) ¿Ha visto alguna vez un fantasma aquí?

 

Estoy empeñado en saber si en verdad los fantasmas rondan esta casona antigua.

 

―¿QUIÉN GRITÓ FUEGO?

 

El celador acaba de gritar “¿QUIÉN GRITÓ FUEGO?”. Ciertamente yo no he gritado nada. Lo único que quería saber es si había visto a un fantasma en el momento que llevamos hablando. Ahora no lo sospecho, sino que lo sé y no podría estar más asustado.

 

Mi abuela solía decir “téngale más miedo a los vivos que a los muertos”, lo cual es a todas luces cierto, no obstante, en cierta ocasión una señora de quien se decía podía notar presencias (jamás los llamaba fantasmas), me preguntó hacía cuánto que me acompañaba esa presencia.

 

―¡Cuál presencia? ―le pregunté de vuelta.

 

―Esa que está parada a su lado ―contestó.

 

No contenta con darme un susto que hasta el día (noche) de hoy me persigue, aseguró que tal vez se debía a ello, a la presencia, que mi visión del mundo sea derrotista, oscura… patética.

 

Ahora, es cierto que veo al mundo peor de lo que en realidad es. Lo peor de todo es que me siento orgulloso de mi bien apostado cinismo, como si calzar botas de hierro para escalar una montaña fuera bueno para el carácter…

 

―¿Al fin qué pasó con la sombra? ―me preguntó el celador.

 

―¿Cuál sombra? ―le pregunté de vuelta, dándome cuenta de que estaba recordando en voz alta la historia de la señora y la sombra―. Ah, sí, la sombra. Bueno, la señora dijo que yo…

 

―¡NOS QUEMAMOS, NOS QUEMAMOS! ―grita el celador.

 

Sin saber qué hacer o cómo reaccionar, me alejo de aquel loco a quien no imagino cómo alguien pudo darle un revólver para protegernos de los peligros de la noche.

 

En mi oficina está oscuro como la noche misma porque se fue la luz. Afortunadamente hay velas aquí y el celador tiene un encendedor en su escritorio. Ahora, ¿por qué hay velas en mi oficina? Las hay en todas las oficinas porque la luz y el agua se van a cada rato. Es algo que pasa en el sur de esta enorme ciudad y no hay nada que alguien pueda (quiera) hacer al respecto. Así que me llevo el encendedor y prendo cuatro velas. No hay un sólo ruido en toda la casona excepto por los ronquidos del celador. Hace mucho frío aquí adentro y la oscuridad es casi absoluta. “A este paso voy a terminar en las primeras luces del día”, hablo para mí mismo. Cuando hablo para mí mismo imagino que tengo la voz del Batman de Christian Bale y me siento mejor con lo que sea esté haciendo. Mis circunstancias siguen siendo las mismas, pero tengo la impresión de ser más fuerte.

 

No existe nada afuera del brillo de las velas, salvo mis manos y el escritorio en donde descanso los brazos. Quisiera que la luna saliera de nuevo. Una luna llena capaz de mostrarnos que no estamos solos aquí adentro. Los ronquidos del celador y las velas son todo lo que tengo a manera de compañía desde que llegué. ¿A qué horas fue eso? O mejor: ¿cuánto tiempo llevo aquí? Con el candil (la palabra vela no cuenta con ningún sinónimo que signifique exactamente vela) es difícil notar el paso del tiempo. Bien podría encontrarme en abril de 1925, que fue el año cuando Fitzgerald y Hemingway se conocieron en un París que jamás volverá a existir, especialmente ahora cuando Squire Magazine tiene los días contados así como todos los medios impresos del mundo, y tipos como Guy Talase y Hunter S. Thompson no podrían hacer un perfil de un cantante al que jamás le hablaron, o escribir un artículo del derbi de Kentucky que nada tiene que ver con caballos o los resultados de las carreras. Lo mismo podría decir de este escrito que en nada se relaciona con “Strangers in the nigth” de Frank Sinatra salvo por el “in the nigth”, y a lo mejor, en una mínima parte, si mencioné a Talasi, es por la parte en la que Sinatra toma bourbon mientras que yo trabajo cuando debería estar haciendo cualquier otra cosa. Pero así es la noche cuando no estás descansando y no te diviertes tampoco: deprimente, fría y oscura, excepto por las cuatro velas que me dejan poner una letra después de la otra en mi libreta de apuntes que sirve justamente para matar el tiempo en los momentos como este, cuando sientes que eres la única persona en un mundo abrazado por el miedo y la… “¿Aló? Sí, habla él. Cómo está intendente. Ah, bueno. Claro que entiendo. No hay problema; ya mismo cancelo. Usted también. Buena noche”.

 

Era la policía. Me acaba de llamar para decir que la gente se está matando más de lo usual y no podrán garantizar mi seguridad si salgo con ellos. ¡Por mí perfecto!, me digo con mi propia voz (no necesito a Batman cuando estoy feliz) y así se lo digo a Diana un minuto después cuando la llamo para darle la buena nueva. “Ve pidiendo las hamburguesas”, le digo, y del otro lado de la línea ella grita de la emoción, porque mañana cuando amanezca y la luz del sol derrote el despotismo de esta noche que parece eterna, podremos ver el verde de los árboles afuera de nuestra ventana, y las risas de los niños en el parque de enfrente nos recordarán que es domingo y que podremos ver las cosas sin el peso del cansancio, de la noche en vela y de los peligros de la calle que se ciernen sobre ti cuando te encuentras solo en el mundo para enfrentar aquello a lo que más le temes.

 

―¿Ya vienes? ―me pregunta Diana.

 

―Acaba de pitar el taxi ―le respondo.

 

―Cuando llegues te estará esperando una hamburguesa doble con papas y coca cola.

 

―Mañana quiero que desayunemos en Archie’s y después vayamos a cine.

 

―También podemos ir al centro a buscar discos de segunda.

 

―¿Y si vamos al BBC de la séptima tomar cerveza y comer nachos?

 

―También podríamos quedarnos en casa todo el día, viendo películas y comiendo en la cama.

 

Cuelgo antes de salir porque no quiero despertar al celador. Se le ve tan plácido en su sillita vaniplax blanca que me provoca arroparlo y contarle una historia de miedo con un final feliz: Érase una vez un pobre diablo al que le tocó trabajar un sábado en la noche, pero gracias a que la ciudad en la que vive está anegada en violencia, pudo salir volando como una bala para recibir las primeras luces de la mañana con su mujer. Juntos tomaron hamburguesas con coca cola y durmieron felices, pero no comieron perdices porque estaban llenos. Tampoco sabían lo que era una perdiz.

 

FIN

 

 
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